domingo, 11 de octubre de 2009

Así también quisiera volar él

No tenía miedo solo de él. Había algo más. En aquella fría habitación sentí mi propia muerte. El grifo goteaba y parecía que, con cada gota, se me escapa la vida. Un día se agotaría. En aquel momento percibí la alegría de estar vivo con tanta intensidad que tuve deseos de gritar. Nunca fui un niño religioso. Pero. De pronto sentí la necesidad de pedir a dios que me conservara la vida el mayor tiempo posible. Desde aquel día me angustiaba pensar que yo, mi madre o mi padre pudiéramos morir. Mi madre era la que más me preocupaba. Ella era la fuerza que movía nuestro mundo. A diferencia de mi padre, que se pasaba la vida en las nubes, mi madre era propulsada a través del universo por la potencia de la razón. Ella era juez de todas nuestras discusiones. Bastaba un reproche suyo para hacer que fuéramos a escondernos en un rincón, a llorar y fantasear sobre nuestra desgracia. Y sin embargo. Un solo beso podía devolvernos a la gloria. Sin ella nuestras vidas se disolverían en el caos.